
Dando la voz de alarma, el mes pasado el enviado especial de la ONU para el cambio climático Ricardo Lagos declaró en la Cumbre del Clima de Poznan la necesidad de imponer un impuesto para que el petróleo se quede anclado alrededor de los 80 dólares para ayudar en la lucha a favor del medio ambiente.
Argumentaba que con el petróleo por las nubes era relativamente sencillo conseguir financiación y subvenciones para energías renovables, pero con el precio por los suelos y cayendo, es mucho más complicado. El control del precio de los combustibles es una gran herramienta a largo plazo como quedó demostrado tras la crisis del petróleo de los años 70. Europa desde entonces comenzó a gravar la gasolina y el gas y hoy tiene los coches más eficientes y las casas mejor aisladas. Estados Unidos no utilizó los impuestos para regular su mercado y hoy sus coches consumen mucho más y cada norteamericano emite el doble de CO2 que un europeo normal con un nivel de vida similar.
Ahora solo queda que los ciudadanos nos concienciemos que también nos conviene el petróleo caro y recibamos con paciencia un impuesto más. Un impuesto que nos incentive a utilizar el transporte público, a apostar por las energías alternativas, y a que, en definitiva, el bolsillo y el medio ambiente empujen por fin del mismo lado.
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