miércoles, 12 de agosto de 2009

Libertad para los coches


Un país donde casi todo el mundo tiene coche es un país seguro. El automóvil puede sustituir con ventaja a la familia y a la religión en su papel de corsé social y de dique contra la anarquía y la revolución.

El propietario de un coche tiene que gastar en él una enorme cantidad de dinero, para comprarlo, alimentarlo de gasolina, pagar sus impuestos, darle alojamiento, repararlo si se estropea, etc. Ese dinero, evidentemente, ya no lo podrá emplear en vicios. Tiene que dedicar una gran cantidad de tiempo a conducirlo, aparcarlo, llenar su insaciable depósito, lavarlo, llevarlo al taller, etc. Tiempo que no podrá dedicar a planear o realizar acciones subversivas.

Además, el Estado mantiene un vínculo de control férreo con todos y cada uno de los coches que circulan por el país, llamado precio de la gasolina. El precio de la gasolina reduce la política a un grado que todo el mundo puede entender: bajar la gasolina es bueno, subir la gasolina es malo. La culpa de la subida del precio de la gasolina la tiene ... (rellenar con lo que proceda). Los padres de la Inquisición, con sus toscos instrumentos de control mental, estarían muertos de envidia.

Lo malo en que están apareciendo nubarrones en este soleado panorama del automovilismo nacional. Poco a poco, al conductor se le niega el placer de conducir a la velocidad que quiera. El carnet por puntos fue el primer aviso. Ahora la DGT quiere poner miles de radares y artilugios medidores de la velocidad y –agárrense-– ¡multar a todo el mundo que supere sus límites legales!. Se penaliza la compra de cochazos, con la excusa de que contaminan más que los pequeños, y se pretende favorecer con subvenciones la adquisición de los ridículos vehículos eléctricos.

Por si fuera poco, se niega a los conductores al acceso al centro de las ciudades. Se peatonalizan calles a buen ritmo y se rumorea que hay planes para implantar peajes de acceso a los coches que quieran entrar en los cascos urbanos.

Los pretextos que aduce el gobierno para implantar esta tiranía sobre los automóviles son los habituales: reducir el número de muertos y de lisiados para toda la vida, las toneladas de tóxicos vertidos a la atmósfera, el ruido y la congestión urbana. La derecha antiverde no considera que nada de eso sea un problema. Cree, al contrario, que impedir que los conductores de automóviles hagan su santa voluntad es una muestra más del afán recaudatorio del gobierno, guiado por un trasnochado ecologismo de salón.

La derecha antiverde amenaza: esta política actual de acoso y derribo del conductor puede tener consecuencias no deseadas. ¿Vamos a tener automóviles (gracias en parte a las ayudas del gobierno) sin poder usarlos como nos dé la gana? Pues entonces, dejamos de comprar coches y se hunde nuestra civilización. Así de sencillo.

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