viernes, 12 de marzo de 2010

Una idea peligrosa: el “coche incómodo”


Utilice el transporte público. Amén. Deje el coche en casa. Amén, amén. Estas y parecidas letanías, salmodiadas desde el púlpito de la sostenibilidad día tras día, hora tras hora, desde hace décadas, deberían haber provocado un éxodo masivo desde el coche hacia los trenes y los autobuses. No se debería ver un solo coche por la calle que no fuera de algún servicio público o de alguien que lleva a su marido de parto al hospital.

Pues no es así. Los coches se cuentan por millones en nuestras ciudades, y cada vez hay más, más grandes y de colores más brillantes. ¿Qué ha pasado? Pues que la gente no es tonta. El personal compara media hora de trayecto en su coche –sentado como un marqués– con una hora y cuarto de dura travesía a empujones a través de trasbordos de metro, autobús y cercanías y se deecide por el coche. Es el famoso transporte público penalizado, que sólo usa la gente a quien no le alcanza el sueldo para comprarse un coche.

Y mientras la gente no se apee del coche en la ciudad, sus habitantes seguiremos disfrutando del cóctel de compuestos tóxicos, ruido y atropellos que nos proporciona el vehículo privado, por los siglos de los siglos.

Esta plácida situación puede cambiar, no obstante, si prospera la idea lanzada ayer por el concejal de Movilidad del ayuntamiento de Madrid, Pedro Calvo. El responsable del tráfico lanzó la idea de que era necesario “crear incomodidades” para el coche. Por ejemplo, cobrando un buen puñado de euros a cada conductor que quiera meter su coche en la ciudad, como hacen en Londres. Otra noticia reciente va en la misma dirección: el ayuntamiento de Zaragoza ha decidido limitar la velocidad en el casco urbano a 30 kilómetros por hora.

Si el movimiento municipal del coche incómodo cobra fuerza, podríamos empezar a ver menos coches en las calles. La vida de todo el mundo mejoraría bastante. Pero no es seguro que esto ocurra, entre otras razones porque muchas grandes empresas han dado en la moda de construir sedes gigantescas a decenas de kilómetros de la ciudad, a las que sólo se puede llegar en coche o tras un heroico periplo en transporte público. Temen los fabricantes de coches una catástrofe en las ventas cuando se acabe la subvención y se suba el IVA, pero están errados: alguien inventará algo para que el coche siga siendo imprescindible.

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